
No eran cuatro,
eran la tierra misma caminando,
la piel de un continente
cicatrizando en silencio.
No eran nombres:
eran el viento que empuja los surcos,
el agua que no sabe de fronteras,
los hijos de una memoria
que nunca quisieron escribir.
¿Qué hace un país
cuando su sombra devora a sus niños?
¿Qué hacemos nosotros
con estas manos llenas de nada,
con estos ojos aturdidos
por el reflejo de tanto vacío?
Los llevaron a las fosas del olvido,
pero la tierra, terca, no los traga;
los ríos murmuran sus juegos,
los montes repiten sus risas.
La selva los grita
desde sus venas verdes
y el asfalto, seco y cruel,
se quiebra bajo su ausencia.
Cuatro menos no son olvido,
son un hueco en la carne de todos.
Cuatro ausencias no son silencio,
son una lengua rota buscando palabra.
Y aquí estamos,
sosteniendo el peso del aire,
tratando de decir sus nombres
sin ahogarnos en sus gritos.
Ellos, los arrancados,
los desaparecidos,
son raíces que brotan
en la grieta del tiempo.
(La desaparición de Ismael y Josué Arroyo, Nehemías Arboleda y Steven Medina, tras ser detenidos por la fuerza militar, expuso cómo el abuso de poder, sumado a la indiferencia del Estado, viola los derechos humanos y alimenta un discurso racista y clasista que estigmatiza a las comunidades más vulnerables)